lunes, 7 de mayo de 2007

Anotaciones liberales (XXIX). ROMA Y LOS BÁRBAROS (II)

Durante siglos y siglos estos europeos aún no romanizados se dedicaron a atormentar tanto a los ejércitos romanos como a los Emperadores. Después Atila atormentaría a León el Grande quien, en el siglo discurrir del siglo V ddC, tuvo enfrente a los salvajes hunos y los detuvo a las puertas de Roma.
El primer Emperador Augusto, cinco siglos atrás, nunca se recuperó de la tragedia de Germania, cuando perdió la provincia avanzadilla hacia el corazón de Alemania. Estos europeos en el caso de los no integrados (y geográficamente extraeuropeos casi, ahí están hoy aún los descendientes de los Alanos y Alania, hoy República del Caucaso) fueron expertos, por siglos, en desencadenar pánicos colectivos. Pánicos como los que viviría la misma Roma a finales del siglo IV d.d.C. y principios del siglo V d.d.C.; bien en vísperas de la abortada invasión de los ostrogodos, bien en vísperas de la tragedia de su mitificado saqueo (muy suave por otra parte) por el Rey Alarico.
También es verdad que muchos de estos pueblos geográficamente europeos, inicialmente no romanizados, se integraron en un sector también en el Imperio y fueron quienes, durante estos siglos, suministraron el sorprendente cuadro de dirigentes que formaron las dinastías ilirias y las tropas legionarias que salvaron al Imperio durante la crísis del siglo III d.d.C.
Sin embargo seguimos olvidando, siempre, tantas aportaciones inextinguibles de la civilización romana y helénicoromana. En primer lugar, la estricta separación de la concepción de estado teocrático frente al poder temporal: nada que ver, en un larguísimo lapso de tiempo, con la concepción de la Sharia posterior en la Umma islámica. El sistema político de las dos cámaras, presidido por el Senado y Asamblea popular. Las raíces de nuestro derecho. El régimen municipal relativamente democrático y la autonomía de los municipios, por ejemplo, existente por tantos siglos en la antigüedad durante tiempo de la antiguedad grecoromana.
Al fín y al cabo, en 476, cuando el bárbaro Odoacro depuso a un niño llamado Rómulo Augustulo, último Emperador, aunque otros historiadores afirman hubo uno más, y lo exilió a una cómoda Villa Imperial en el Sur, el Senado romano se vió sorprendido.¡Ocasión única! Italia, Hispania, Galia, Britania, la zona de la actual Alamania romanizada estaban devastadas. Desde 455 el título imperial había traído guerras civiles internas y devastaciones sucesivas. Reducido a la condición de Ayuntamiento de facto, remitió a Constantinopla la solicitud de no tener más emperadores y remitiendo a ella las insignias imperiales.
En realidad el Imperio romano de Occidente había dejado de existir, cuando fué asesinado en 455 d.d.C. Valentiniano III: el ejército en aquellos momentos estaba reducido en efectivos y concentrado exclusivamente en Italia.
Ciento veinte años más tarde, detrás de los 18 kilómetros de las impresionantes murallas aurelianas, Roma estaba reducida a un decorado teatral de 1800 hectáreas de grandiosas construcciones que se desmoronaban progresivamente y entraban en ruína forzada.
Algunos millares de personas sobrevivían en aquel escenario dantesco, empezando por un abatido obispo. Aún no tendrían lugar los saqueos sistemáticos de los piratas musulmanes menos de tres siglos después. En aquella ciudad en ruínas y abandonada, con sus once acueductos colapsados, nacía y se gestaba una nueva civilización. El nombre guardaba una dimensión casi mística por siglos y siglos en toda Europa. Roma áurea.
Una civilización que, en los siglos XVIII y XIX y XX, reelaboraría esta herencia del Imperio y recrearía el liberalismo contemporáneo partiendo, irrenunciablemente, de la siempre común a todos los europeos y americanos herencia de la civilización helénicoromana.